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Sat, Apr

Ninguna de las dos normalidades

Columnas

Permítame, amiga, amigo, antes de comenzar a comentarles el asunto de hoy lunes 3 de agosto, dejar en este espacio un recuerdo muy amoroso para mi santa Madre, que el primero de agosto habría cumplido 109 años de su nacimiento. Día importantísimo para mí porque de ella aprendí muchas cosas humanas y divinas, entre otras el amor por la lectura y la escritura y, lo más importante, el amor a mis alteridades.

En fin, aquí dejo la nostalgia maternal para confesarles que no me atraen ni la Nueva Normalidad ni la normalidad de antes de que nos invadiera con su guadaña la Santa Muerte, disfrazada de SARS-Con-2, o Nuevo Coronavirus que ha enfermado gravemente a millones (17.900,000, la mayoría jóvenes, y ha matado a los más ancianos, unos 700,000).

Y si “razonamos” como razona el integrismo, el tradicionalismo, el cristerismo, el murismo, el tequismo, todas las autoridades de los 188 naciones y regiones que aparecen en el mapa de la pandemia tendrían que ser condenados por un tribunal de la horca y el cuchillo, como lo piden los seres más rencorosos del Universo, porque dicen que ellas son las culpables de la mortandad.  

No quiero volver al viejo régimen, a la vetusta normalidad que proclama el odio, la desigualdad perversa, entre unos cuantos privilegiados por el latrocinio, que durante la pandemia han incrementado su riqueza por lo menos en un 17 por ciento, y las grandes, las inmensas mayorías de personas con un presente doloroso y un futuro absolutamente incierto.

Tampoco quiero volver a vivir bajo la égida de la corrupción que destruyó la vida, las aspiraciones, las esperanzas de millones en este mundo en conde quien tiene más saliva traga más pinole.

La de antes de la pandemia es una normalidad que castra a las mayorías de personas y en la que el que detenga la riqueza es el dueño de vidas y haciendas y no respeta las reglas del juego ni siquiera del capitalismo, menos el sagrado axioma que dice: De cada quien según su capacidad y a cada quien según su necesidad. Tan sólo eso.

Esa normalidad no la quiero. Una normalidad en la que se roba y se mata por deporte, como cuando los reyes van a África a cazar elefantes sólo para obtener los colmillos del animal porque el marfil es muy codiciado por los grandes millonarios de este mundo.

Esa normalidad no la quiero. Es más, nadie la debería de querer. Y estoy hablando no solamente de explotación del hombre por el hombre, sino también de explotación de la santa madre Tierra, que vivió, floreció, destacó miles de millones de años sin la presencia del animal racional, del depredador más inmisericorde del universo: el ser humano, gracias a cuya avaricia la tierra está muriendo.

Pero así como no quiero volver a la normalidad anterior al coronavirus, no quiero que se instaure la nueva normalidad proclamada porque significa aislamiento, soledad, disolución social, ausencia de solidaridad, miedo, pánico, dolor y lágrimas por la muerte que no se despide, que no deja espacio para estrechar una mano del moribundo, y porque nos cambió los usos y costumbres humanos, amorosos, solidarios, porque no todo era egoísmo, no todo era confrontación, ni explotación del hombre por el hombre. Ah, y miedo al “comunismo”, palabra que es usada por los ignorantes como sinónimo del “diablo”.

La nueva normalidad implica para millones vivir en la soledad, la de la solitariedad y la familiar, porque no puedes demostrar cariño físico a tus seres queridos, como lo hacías antes; porque no puedes enamorar a nadie por temor a la enfermedad, porque no sabes quién es un enfermo asintomático y puede contagiarte.

Una nueva normalidad que no te permite ser totalmente libre y yo amo mi libertad: ir y venir, salir de casa, ir a trabajar sin cubreboca, sin temor, ir a una sala de cine con mi familia, a un bar con mis amigos, a un templo a gozar del silencio y, si soy creyente, a orar. Una nueva normalidad que no te permite viajar con absoluta libertad desde subirte a un transporte sin cubrebocas. Tienes que cubrirte boca, narices y ojos. Y esto no sé si vaya a ser soportable para las mayorías, en una normalidad que no es humana, porque no puede acercarte a nadie a menos de dos metros o metro y medio, so pena de que te bañe de saliva que no sabes si está contaminada o no de coronavirus.

Así que estoy frito. Ni la vieja normalidad, ni la nueva. Que voy a hacer. ¿Quedarme de por vida en casa? ¿Ingresar a una orden de hermitaños? ¿Cerrar los ojos para no volver a ver a mi familia? ¿No enamorarme de nadie para evitar caricias, besos y sexo? No es broma lo que estoy comentando.

Francisco Gómez Maza

Permítame, amiga, amigo, antes de comenzar a comentarles el asunto de hoy lunes 3 de agosto, dejar en este espacio un recuerdo muy amoroso para mi santa Madre, que el primero de agosto habría cumplido 109 años de su nacimiento. Día importantísimo para mí porque de ella aprendí muchas cosas humanas y divinas, entre otras el amor por la lectura y la escritura y, lo más importante, el amor a mis alteridades.

En fin, aquí dejo la nostalgia maternal para confesarles que no me atraen ni la Nueva Normalidad ni la normalidad de antes de que nos invadiera con su guadaña la Santa Muerte, disfrazada de SARS-Con-2, o Nuevo Coronavirus que ha enfermado gravemente a millones (17.900,000, la mayoría jóvenes, y ha matado a los más ancianos, unos 700,000).

Y si “razonamos” como razona el integrismo, el tradicionalismo, el cristerismo, el murismo, el tequismo, todas las autoridades de los 188 naciones y regiones que aparecen en el mapa de la pandemia tendrían que ser condenados por un tribunal de la horca y el cuchillo, como lo piden los seres más rencorosos del Universo, porque dicen que ellas son las culpables de la mortandad.  

No quiero volver al viejo régimen, a la vetusta normalidad que proclama el odio, la desigualdad perversa, entre unos cuantos privilegiados por el latrocinio, que durante la pandemia han incrementado su riqueza por lo menos en un 17 por ciento, y las grandes, las inmensas mayorías de personas con un presente doloroso y un futuro absolutamente incierto.

Tampoco quiero volver a vivir bajo la égida de la corrupción que destruyó la vida, las aspiraciones, las esperanzas de millones en este mundo en conde quien tiene más saliva traga más pinole.

La de antes de la pandemia es una normalidad que castra a las mayorías de personas y en la que el que detenga la riqueza es el dueño de vidas y haciendas y no respeta las reglas del juego ni siquiera del capitalismo, menos el sagrado axioma que dice: De cada quien según su capacidad y a cada quien según su necesidad. Tan sólo eso.

Esa normalidad no la quiero. Una normalidad en la que se roba y se mata por deporte, como cuando los reyes van a África a cazar elefantes sólo para obtener los colmillos del animal porque el marfil es muy codiciado por los grandes millonarios de este mundo.

Esa normalidad no la quiero. Es más, nadie la debería de querer. Y estoy hablando no solamente de explotación del hombre por el hombre, sino también de explotación de la santa madre Tierra, que vivió, floreció, destacó miles de millones de años sin la presencia del animal racional, del depredador más inmisericorde del universo: el ser humano, gracias a cuya avaricia la tierra está muriendo.

Pero así como no quiero volver a la normalidad anterior al coronavirus, no quiero que se instaure la nueva normalidad proclamada porque significa aislamiento, soledad, disolución social, ausencia de solidaridad, miedo, pánico, dolor y lágrimas por la muerte que no se despide, que no deja espacio para estrechar una mano del moribundo, y porque nos cambió los usos y costumbres humanos, amorosos, solidarios, porque no todo era egoísmo, no todo era confrontación, ni explotación del hombre por el hombre. Ah, y miedo al “comunismo”, palabra que es usada por los ignorantes como sinónimo del “diablo”.

La nueva normalidad implica para millones vivir en la soledad, la de la solitariedad y la familiar, porque no puedes demostrar cariño físico a tus seres queridos, como lo hacías antes; porque no puedes enamorar a nadie por temor a la enfermedad, porque no sabes quién es un enfermo asintomático y puede contagiarte.

Una nueva normalidad que no te permite ser totalmente libre y yo amo mi libertad: ir y venir, salir de casa, ir a trabajar sin cubreboca, sin temor, ir a una sala de cine con mi familia, a un bar con mis amigos, a un templo a gozar del silencio y, si soy creyente, a orar. Una nueva normalidad que no te permite viajar con absoluta libertad desde subirte a un transporte sin cubrebocas. Tienes que cubrirte boca, narices y ojos. Y esto no sé si vaya a ser soportable para las mayorías, en una normalidad que no es humana, porque no puede acercarte a nadie a menos de dos metros o metro y medio, so pena de que te bañe de saliva que no sabes si está contaminada o no de coronavirus.

Así que estoy frito. Ni la vieja normalidad, ni la nueva. Que voy a hacer. ¿Quedarme de por vida en casa? ¿Ingresar a una orden de hermitaños? ¿Cerrar los ojos para no volver a ver a mi familia? ¿No enamorarme de nadie para evitar caricias, besos y sexo? No es broma lo que estoy comentando.

Francisco Gómez Maza

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