HISTORIAS EN EL METRO
MAMPORROS EN COYOACÁN
Por Ricardo Burgos Orozco
Fui asiduo lector de La Familia Burrón desde parvulito. De hecho, aprendí a leer con esa historieta y otras como Kalimán, Fantomas, Chanoc, Tawa y Lágrimas, Risas y Amor. Tal vez las
MAMPORROS EN COYOACÁN
Por Ricardo Burgos Orozco
Fui asiduo lector de La Familia Burrón desde parvulito. De hecho, aprendí a leer con esa historieta y otras como Kalimán, Fantomas, Chanoc, Tawa y Lágrimas, Risas y Amor. Tal vez las nuevas generaciones no han oído hablar y no conocieron a La Familia Burrón, creación genial de don Gabriel Vargas. Vivían en el callejón Del Cuajo, en una barriada de la Ciudad de México; los personajes principales eran doña Borola y don Regino; ella ama de casa con aspiraciones frustradas de alta sociedad y él, peluquero dueño de El Rizo de Oro. Fue un cuento siempre con humor blanco, aunque los personajes utilizaban un lenguaje muy popular. Una de las palabras que usaban mucho y se me quedó grabada fue mamporro, cuyo significado es: golpe que se da con la mano o el puño. Está en el diccionario. Resulta que hace unos días salí de trabajar y se me ocurrió tomar el Metro en la estación Coyoacán. Eran las siete de la noche y había una buena cantidad de gente en la entrada, sobre todo usuarios que hacían fila para adquirir sus boletos de acceso. Pasé hacia el torniquete junto a un par de policías y dos hombres de baja estatura, que cargaban una especie de cómoda en un diablito. Discutían. Pensé que no los dejaban pasar con ese mueble y por eso los dimes y diretes. No le di mucha importancia, pero cuando ya había cruzado, escuché que las voces subían de tono. Me detuve para observar de lejos la escena. Como siempre, me ganó el espíritu reporteril. No entendí a lo lejos cuál era la diferencia, pero miré con mayor atención a los hombrecitos; jóvenes de unos 30 años, vestidos con ropa modesta, de tez morena, caritas y ojitos colorados; creo estaban borrachos. De pronto, uno de ellos soltó el primer mamporro al guardia más cercano; éste contestó de inmediato. El otro civil también comenzó a tirar golpes al segundo uniformado. La gente alrededor sólo los miraba; nadie intervenía. Por supuesto tampoco yo, colocado a muy prudente distancia. Los mamporros duraron varios minutos. Estaban ganando los chaparritos. Alguna vez cubrí un evento en la academia de policía en Tlalpan y el director de aquel entonces presumía de la preparación integral de sus estudiantes. A lo mejor estos guardianes del orden reprobaron defensa personal porque atacaban con torpeza cada acometida de los contrarios y miren que eran de mayor estatura. De pronto, como si hubiera repiqueteado una campana imaginaria, se calmaron las parejas peleoneras, justo cuando parecía que los policías estaban reaccionando y contraatacaban. No se lastimaron mucho, por fortuna, porque ninguno reflejaba huellas visibles de la batalla en su rostro. Los chaparritos se alejaron hacia la salida y los guardias volvieron a sus posiciones en la estación. Con los mamporros se habían desahogado. Me acerqué a uno de los uniformados para preguntarle la razón del zipizape. Vienen drogados, me contestó ¿Pero por qué fue el pleito? Reiteré. La taquillera les dio cambio de más y no lo quisieron regresar, me dijo. Por algo tan simple comienzan las grandes guerras, reflexioné.
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