La noticia difundida en páginas de periodismo digital competía en importancia con la “información” de que Kim Kardashian se inyecta cortisona en el fondillo.
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En cascada, a Alfredo Castillo, sobresaliente ganador de todos los “ex” dentro del círculo de colaboradores de Enrique Peña Nieto como gobernador del Estado de México y como Presidente de la República, los medios informativos digitales le advertían el tamaño del tapete que le han preparado en México a su regreso de Río de Janeiro, por su probable y casi segura responsabilidad en el mitote de fracasos deportivos al hilo conquistados por la delegación mexicana en la Olimpiada 2016.
Ahora como antes, el ex procurador mexiquense, ex procurador del Consumidor, ex policía habilitado en Michoacán y tal vez futuro “ex” director de la Conade (“Conada” la llaman los traviesos comentadores cibernéticos para resumir los “logros” olímpicos), le ha construido al primer mandatario otra fuente de feroces críticas a su administración.
En su ofuscación por considerarse imprescindible u otro chile de todos los moles presidenciales, Alfredo Castillo, es evidente, ha perdido el piso y es exhibido en todos los medios como un digno representante de la burocracia abusiva y con alto grado de la patanería que abunda en el gabinete federal.
Como si el Presidente madrugara todos los días en busca de escándalos, Castillo le acerca elementos para la discordia y el enojo popular. Desde la Comisión Nacional del Deporte le ha procurado nuevos sainetes ahora descubiertos con la intensidad necesaria para marcar al autor del rendimiento de la mayoría de los 125 atletas participantes, calificado de decepcionante pero tirándole a nulidad embarrada de desgracia deportiva.
El asunto implica enredos fenomenales, desde el manejo caprichoso de los recursos públicos que como se ha publicado Castillo le asignó a una cadena periodística nacional y a las dos principales televisoras privadas, mientras se enfrascaba en pleitos presupuestales con las federaciones deportivas nacionales y hasta con la Federación Internacional de Natación (Fina) que sancionó a México con 15 millones de dólares por el oscuro manejo de un campeonato mundial que debía realizarse en 2017 en nuestro país, y a la que el director de la Conade responsabilizó de vengarse maniobrando el desastre de los clavadistas nacionales en Río de Janeiro.
Quienes sufrieron y sufren las chicanadas de Castillo, comenzaron a “cantar” a mitad de la Olimpiada. Y el tono se hizo grave cuando el funcionario, para como estaban de calientes las cosas, en alto grado de insolencia se trabó en continuos cachondeos públicos con su acompañante o pareja sentimental, mientras arreciaban los fracasos en competencias y crecía la intriga sobre “quién pompó” la estadía y hasta el uniforme oficial que utilizó la miss en Brasil. Incluso, se cuestionó la presencia en Brasil del “gabinete” de la Conade, compuesto por amigos en matrimonio y sin actividad útil en la delegación olímpica.
Otro caso patético para Castillo: la única medalla que hasta el lunes 15 se aseguraba para México, provenía de un boxeador… que en su momento debió mendigar para conseguir recursos para su preparación.
La aspereza con que Castillo se condujo hasta con el Comité Olímpico Mexicano (que tampoco canta mal las rancheras en esos menesteres de administrarse como le viene en gana, mientras regatea beneficios para los deportistas), pudo detonar una perversidad en la búsqueda de ser renunciado tan pronto regrese al país: de manera deliberada o no, las federaciones habrían descuidado la participación… para cargarle el fracaso a Castillo.
Incluidas estarían aquellas televisoras privadas que manipulan algunas disciplinas y figuras deportivas a las que habitualmente les exprimen ganancia publicitaria, en venganza también porque Carlos Slim compró en exclusiva los derechos de transmisión televisiva y les impidió hartarse con el pastel olímpico.
En rigor, el fragor de la grilla y los estropicios que generan los empresarios tiburones y la lastimosa burocracia que mal conduce la suerte deportiva institucional, encuentran en los deportistas a las primeras víctimas visibles y en las que el público ceba su vergüenza.
La nociva costumbre de sólo buscar y encontrar culpables a modo de los fracasos deportivos, bien pudiera modificarse si en el mar de intereses se analizan y modifican los criterios que mueven todo el andamiaje deportivo: el dinero.
Visto como un enorme y codiciado bebedero, el manejo del presupuesto federal autorizado por el Congreso para financiar la práctica deportiva como instrumento educativo y competitivo, se reduce a una serie de comprobaciones o justificaciones y maniobras de gastos para evitar futuras reducciones presupuestales.
Antes que una sistemática política de Estado para sostener proyectos de largo plazo, se prefiere la improvisación anual; se simula la extensión deportiva en los centros escolares como fuente de producción de deportistas; se regatea el apoyo a prospectos, la infraestructura deportiva se pudre y, al final, de la nada se “fabrican” figuras para cumplir exigencias burocráticas y comerciales… sin importar el grado de obesidad que, esa sí, tantas medallas le ha procurado al país.