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Tue, Nov

*Negras coincidencias

Lorenzo Delfin Ruiz

Lorenzo Delfín Ruiz

Zimbabwe es un país africano que, como México, solamente aparece en la escena mundial cuando sus “líderes” (sostenidos allá y acá por el justificado temor de la población a las armas y a los hoyos mortales que producen en el cuerpo) son descubiertos y exhibidos en sus violentos excesos, o por sus tropicalonas formas de ejercer el poder: en aquel, el poder logrado con el engañoso perfil democrático y revolucionario de su presidente; en este… también.

Lorenzo Delfín Ruiz

Zimbabwe es un país africano que, como México, solamente aparece en la escena mundial cuando sus “líderes” (sostenidos allá y acá por el justificado temor de la población a las armas y a los hoyos mortales que producen en el cuerpo) son descubiertos y exhibidos en sus violentos excesos, o por sus tropicalonas formas de ejercer el poder: en aquel, el poder logrado con el engañoso perfil democrático y revolucionario de su presidente; en este… también.

Diametralmente opuestos en lo geográfico y cultural, Zimbabwe y México hasta hace unos cuantos años eran distintos en lo social y lo económico.

En lo político, pequeñas variantes: allá, un gobierno anticolonialista que de revolucionario se transformó en dictadura cuaternaria sostenida a sangre y fuego; acá, periódicos gobiernos mayormente “revolucionarios” que disimulan la opresión con presuntas tendencias democráticas y empinados siempre frente a nuevos conquistadores.

Pero conforme pasa el tiempo y la economía de mercado hace estragos al punto del estallido social, aquellos polos opuestos inexorablemente se unen.

LAS SEMEJANZAS

Los signos que identifican a esos países son la corrupción delirante en que se revuelcan sus funcionarios, empezando por quien encabeza el Estado; la adopción de la mentira y el terror como sustentos gubernamentales que cuando no son suficientes son condimentados con el uso de las armas y el exterminio de opositores. En ambos casos, aumenta la población vulnerable en lo social y sobre la que se acentúan las decisiones gubernamentales más injustas que mantienen a sus respectivas sociedades en calidad de indigentes.

Y cuando no hay semejanzas precisas, éstas aparecen por casualidad. A falta de los cocodrilos que en aquel país africano se enzarzan en peleas brutales para devorarse entre ellos, o cuando se guarda más luto por un león insignia asesinado por un gringo marihuano, acá sobran los mexicanos perrunamente enfrentados por los caprichos del poder político y económico para masacrarse entre sí, mientras las poderosísimas fuerzas mediáticas que avivan el consumismo incitan al dolor nacional por la muerte de un cantante de evidentes preferencias sexuales distintas, pero con las que se identifican funcionarios de todo nivel, encabezados por gobernadores estatales. Se sensibiliza a la población ante la muerte de un falso héroe nacional, en tanto las instituciones públicas sudan la gota gorda por encubrir y enlodar la memoria de 43 estudiantes asesinados sólo por el hecho de haber sido jóvenes opositores al “orden” establecido.

Zimbabwe tiene en Robert Mugabe a un presidente anticolonialista que, de buenas a primera, se volvió dictador hace 36 años y que busca perpetuarse más allá de 2018. Desde hace casi un siglo, México sostiene un sistema de partidos mercenarios que disfrazan de democrática la convivencia nacional, con un presidente del que hay que cuidarse la cartera, que alarga hasta 2018 la tortura de mentirle al pueblo un día y otro también, y que de buenas a primera y sin esperar a que se le conceda, pide perdón a la nación por sus atropellos, por los de su consorte que sale más cara que los beneficios que reporta y, sin decirlo, por los abusos y corruptelas de su gabinete.

Zimbabwe tiene más de 14 millones de habitantes de los cuales el 72% está por debajo de la línea de pobreza; acá, México está a un tris de lograr esa proporción pero de miseria.

En febrero, Mugabe se enfrascó en un estruendoso festejo de su cumpleaños 92 con un minúsculo gasto de un millón de dólares y carne de elefante como elemento central del exclusivo menú para la exclusiva parentela e invitados. Acá, gobernadores venales sin rubor alguno se apropian del gasto público completo al amparo del poder presidencial que a su vez se descose acumulando inmuebles comprados con capital oscuro y detentados por aquella improductiva primera dama, además de cochupos ocultos en complicidad con prestanombres que confirman el cuatismo corrupto que inunda la administración pública federal.

LAS DIFERENCIAS

Pero como es natural, en las comparaciones abundan igualmente las diferencias, pequeñas pero ilustrativas de que las habas se cuecen en cualquier parcela.

La nación africana padeció en febrero una de las peores sequías de su historia, que postró a la tercera parte de la población en emergencia alimentaria. En la nación latinoamericana (o séase México), con o sin sequía su población mayoritaria se mantiene en situación de tragedia alimentaria.

Poco se parecen ambos gobiernos cuando se trata de cumplir compromisos adquiridos. Mugabe ofrece garrote y balazos a quienes se atrevan a oponérseles, y puntualmente les cumple. Enrique Peña Nieto se compromete a acabar con gasolinazos y aumentos a tarifas eléctricas; puntualmente miente y con inusitada precisión para sus alcances académicos ordena los continuos incrementos golpistas.

La hiperinflación que padece Zimbabwe es, a no dudar, una de las más brutales del mundo como consecuencia, entre otras cosas, de imprimir dinero a lo loco, como sostiene el analista económico Alberto Sánchez. Para ilustrarlo de manera sencilla: en el año 2000, la inflación se disparó en 231 millones por ciento. Ahora, es posible cambiar los dólares zimbabuenses por dólares norteamericanos a razón de 175 trillones de dólares de Zimbabwe por 5 dólares gringos.  En 2013, ese país llegó a tener 217 dólares estadounidenses en su arcas. Un análisis arbitrario concluye que, aunque las diferencias son abismales, al galope que lo llevan México en corto tiempo estará en condiciones de disputarle a Zimbabwe esa supremacía.

Hasta donde se sabe (porque así lo cita su biografía enciclopédica)   Mugabe estudió en la Escuela Misionera Empandeni de Kutama, donde obtuvo el título de profesor e impartió clases. Entre 1948 y 1951 estudió en la Universidad sudafricana de Fort Hare, retomó sus actividades docentes en la Escuela Católica Romana Drifontein de Umvuma (1952), Salisbury (1953), Gwelo (1954), la Escuela de Magisterio de Chalimbana, Tanzania (1955-1957) y en la capital de Ghana, Accra (1958-1960). En suma, un grueso expediente que revela que hasta para ser dictador se necesitan créditos académicos relevantes.

En cambio, acá, y hasta donde se sabe (porque así lo exhiben trabajos reporteriles incómodos), el “líder” nacional Peña Nieto es egresado de una universidad sostenida por una institución católica de corte medieval como es el Opus Dei, sin ninguna referencia docente y con el único distintivo de haberse fusilado textos ajenos para estructurar su tesis profesional. Sobre esta escandalosa labor de plagio descubierta 25 años después de ejecutada, y que debió ruborizar a Mugabe, los medios aliados del gobierno lanzaron las paladas de tierra que significó el fallecimiento del cantante-compositor Juan Gabriel a fin de atenuar la antipatía y la burla popular hacia el mandatario en víspera de su cuarto informe de gobierno.

Otro contraste: Mugabe mandó arrestar a los 31 atletas zimbabuenses que acudieron a la Olimpiada de Río de Janeiro porque regresaron solamente con el octavo lugar de uno de sus competidores.

A quienes debió arrestar y sin derecho a fianza el gobierno federal mexicano fue a los funcionarios deportivos que desde Brasil  inundaron de broncas al país y que son señalados como responsables directos del fracaso competitivo, a no ser por las cinco medallas logradas más por méritos personales de los atletas.

La burocracia deportiva nacional, con vestigios de dilapidar el presupuesto federal en tranzas y en tareas propias de padrotes holgazanes, goza de cabal salud. La calidad de mamarrachos que se les ha colgado, la ostentan sus integrantes como una lustrosa medalla de oro que con gusto le hubieran rentado al Mugabe de Zimbabwe.

 

 

 


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