¿A qué hora se nos fue de la mano este México otrora revolucionario, y en su lugar se instaló una realidad injusta, lacerante, agraviante, ignominiosa, de sangre, dolor y lágrimas?
Porque ni Tlatlaya ni mucho menos Iguala, con sus niños desaparecidos y sus cementerios clandestinos, son partos diabólicos aislados, sino que comenzaron a gestarse cuando el ex presidente Calderón le declaró – ¿inocente o perversamente? – la guerra a las bandas de narcotraficantes.
Y de lo que se trataba era de devolverle la paz y la seguridad a los ciudadanos.
Pero ha ocurrido lo contrario. Lastimosamente, la declaración de guerra panista fue una tea encendida que alborotó un diabólico avispero que no tiene para cuando calmarse. Y los mexicanos continúan debatiéndose entre la ansiedad, la desconfianza y el miedo.
Y la paz nunca se ha logrado. La violencia criminal, los asesinatos, los secuestros, las desapariciones forzadas, los feminicidios etc, se entronizaron como una práctica cotidiana, como una forma de vida, como un paradigma de realización personal.
En los seis años del Calderonato fueron ejecutadas unas cien mil personas, entre presuntos criminales, elementos de la ley y el orden y, sobre todo, muchísimos de esos llamados daños colaterales, que murieron porque se atravesaron por la línea de fuego. Y aunque los asesinatos fueron desaparecidos forzadamente de las páginas de los medios impresos y electrónicos, en los 23 meses del presidente Peña Nieto pueden contarse alrededor der 42 mil hasta hace dos años. Hasta el día de hoy, 15 de diciembre de 2016, hay quienes cuentan, en cuatro años, 60 mil.
Hay indignación nacional y ahora no sólo por la violencia del crimen, sino por otras violencias. Hay indignación por la opacidad del desempeño del gobierno. Las denuncias de las lujuriosas propiedades de miembros prominentes de la clase política han metido a los mexicanos en una gran confusión e indignación. Millones confiaban y votaron esperanzados en que habría un cambio radical en beneficio de las mayorías. Hay indignación porque el presidente presume que se creó un millón de empleos, pero muy injustos, una fuerza de trabajo explotada, con salarios de hambre. Eso no lo dice.
Vaya que duelen los agravios sociales y políticos. Duele el terrible agravio económico, que permite el enriquecimiento de unos cuantos e impulsa el empobrecimiento de millones de personas, que un día creyeron que tendrían un poco de dinero sobrante en la cartera. Y no fue así.
Los dolores de Iguala, que se pretende que sean trascendidos, superados, no cesan. La duda y la desconfianza se enseñorean en el ánimo de millones de personas. Y nadie, desde las cúpulas, tiene la autoridad moral, tiene el poder de restituir la confianza perdida.
Suena reveladora la campaña de concientización que, en los días en torno al 12 de diciembre del año pasado, fiesta nacional por Guadalupe, un amplio colectivo interdenominacional, ecuménico, realizó repartiendo imágenes guadalupanas, con el espíritu subversivo de Guadalupe, que en tiempos de la colonia reivindicó los derechos humanos de los mexicanos originarios de estas tierras, frente a los conquistadores españoles; luego, encabezó las batallas por la Independencia, y ahora, reclama la suerte de los “más pequeños de sus hijos”, los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa.
Mientras se le apuesta al tiempo y al olvido, como creyentes, los miembros del colectivo advirtieron: “nosotros le apostamos a la memoria; mientras abunda la impunidad, nos esforzamos por la justicia; como personas de fe,, acompañamos las tristezas y angustias de nuestro pueblo, y clamamos “¿Dónde están? Los más pequeños, los 43 normalistas de primer año, los inocentes que cargan las culpas de otros.”
El gobierno dice: Supérenlo, demos vuelta a la página, olvidemos como si nada hubiera pasado. Pero pasó y sigue pasando. “No podemos permanecer en el silencio, debemos reforzar la solidaridad profética, como la virgen del Tepeyac, que mientras se establecía la paz de los sepulcros, la paz de las armas y la opresión, se atrevió a aparecerse india con los indios, y frenar la muerte, recuperar la dignidad.
Muy feliz semana, amigos y amigas.
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Porque ni Tlatlaya ni mucho menos Iguala, con sus niños desaparecidos y sus cementerios clandestinos, son partos diabólicos aislados, sino que comenzaron a gestarse cuando el ex presidente Calderón le declaró – ¿inocente o perversamente? – la guerra a las bandas de narcotraficantes.
Y de lo que se trataba era de devolverle la paz y la seguridad a los ciudadanos.
Pero ha ocurrido lo contrario. Lastimosamente, la declaración de guerra panista fue una tea encendida que alborotó un diabólico avispero que no tiene para cuando calmarse. Y los mexicanos continúan debatiéndose entre la ansiedad, la desconfianza y el miedo.
Y la paz nunca se ha logrado. La violencia criminal, los asesinatos, los secuestros, las desapariciones forzadas, los feminicidios etc, se entronizaron como una práctica cotidiana, como una forma de vida, como un paradigma de realización personal.
En los seis años del Calderonato fueron ejecutadas unas cien mil personas, entre presuntos criminales, elementos de la ley y el orden y, sobre todo, muchísimos de esos llamados daños colaterales, que murieron porque se atravesaron por la línea de fuego. Y aunque los asesinatos fueron desaparecidos forzadamente de las páginas de los medios impresos y electrónicos, en los 23 meses del presidente Peña Nieto pueden contarse alrededor der 42 mil hasta hace dos años. Hasta el día de hoy, 15 de diciembre de 2016, hay quienes cuentan, en cuatro años, 60 mil.
Hay indignación nacional y ahora no sólo por la violencia del crimen, sino por otras violencias. Hay indignación por la opacidad del desempeño del gobierno. Las denuncias de las lujuriosas propiedades de miembros prominentes de la clase política han metido a los mexicanos en una gran confusión e indignación. Millones confiaban y votaron esperanzados en que habría un cambio radical en beneficio de las mayorías. Hay indignación porque el presidente presume que se creó un millón de empleos, pero muy injustos, una fuerza de trabajo explotada, con salarios de hambre. Eso no lo dice.
Vaya que duelen los agravios sociales y políticos. Duele el terrible agravio económico, que permite el enriquecimiento de unos cuantos e impulsa el empobrecimiento de millones de personas, que un día creyeron que tendrían un poco de dinero sobrante en la cartera. Y no fue así.
Los dolores de Iguala, que se pretende que sean trascendidos, superados, no cesan. La duda y la desconfianza se enseñorean en el ánimo de millones de personas. Y nadie, desde las cúpulas, tiene la autoridad moral, tiene el poder de restituir la confianza perdida.
Suena reveladora la campaña de concientización que, en los días en torno al 12 de diciembre del año pasado, fiesta nacional por Guadalupe, un amplio colectivo interdenominacional, ecuménico, realizó repartiendo imágenes guadalupanas, con el espíritu subversivo de Guadalupe, que en tiempos de la colonia reivindicó los derechos humanos de los mexicanos originarios de estas tierras, frente a los conquistadores españoles; luego, encabezó las batallas por la Independencia, y ahora, reclama la suerte de los “más pequeños de sus hijos”, los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa.
Mientras se le apuesta al tiempo y al olvido, como creyentes, los miembros del colectivo advirtieron: “nosotros le apostamos a la memoria; mientras abunda la impunidad, nos esforzamos por la justicia; como personas de fe,, acompañamos las tristezas y angustias de nuestro pueblo, y clamamos “¿Dónde están? Los más pequeños, los 43 normalistas de primer año, los inocentes que cargan las culpas de otros.”
El gobierno dice: Supérenlo, demos vuelta a la página, olvidemos como si nada hubiera pasado. Pero pasó y sigue pasando. “No podemos permanecer en el silencio, debemos reforzar la solidaridad profética, como la virgen del Tepeyac, que mientras se establecía la paz de los sepulcros, la paz de las armas y la opresión, se atrevió a aparecerse india con los indios, y frenar la muerte, recuperar la dignidad.
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